No me pude levantar el domingo a entrenar temprano. Salí sobre las 11 de la mañana. El poniente fresquito permitía hacerlo a esa hora, a pesar de estar ya en el mayo de las flores.
Como casi siempre, si no hace levante, llegué hasta la entrada del escorialístico paseo de la playa de Camposoto. Vi gente andando y paseando en bici. Caí en la tentación. La carne y los sudores runneros son débiles. Atravesé la valla derecha que alguien había tirado y troté hasta el final. Hasta la pared, decimos los veteranos. Por fin podía disfrutar, con alevosía, pero sin nocturnidad, de la libertad cavadiana. Mas, cuando volvía, me encontré de frente con la autoridad. Muy correctamente un policía local me regañó justificadamente. Traté de excusarme con argumentos débiles e inútiles. Otras veces había cometido el delito sin recibir castigo y había seguido pecando. Mi arrepentimiento se acercó a la famosa emeritense (no me refiero aquí a la capital extremeña) y realística sonata: lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir.
La autoridad comprendió mi sincera contrición y me abrió la valla. El breve descanso me dio ánimo para seguir hasta el sendero del Carrascón, en el que iba a tener que sortear, en esa avanzada hora, a las hordas domingueras. No puede evitar pensar, mientras terminaba mi circuito, en si alguna vez nuestra alcaldesa, y quizás sus últimos antecesores, se arrepentirían de la ineficacia de su gestión. Tras una campaña electoral sin rendir cuentas de sus cuatro años anteriores, basada en infografías paradisíacas, la última, la amplísima plaza, sin caballo y jinete fascista (¿dónde lo recolocará?), su ineficacia se manifestaba en proyectos detenidos o que siempre vuelven al momento de partida, maleza incluida, como el maravilloso Janer de rascacielado hotel y duplicados centros comerciales.
Menos mal que al llegar a casa la dopamina alejó mis malos pensamientos.
Rafael Ángel Jimenez Gámez